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Introduciendo un interrogante

A los fines de recoger datos para mi tesis de Maestría en Antropología de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), mediante la etnografía como posibilidad metodológica, analítica y de escritura, investigué un Centro de Día de la ciudad de Córdoba, Argentina. Al que asistían personas diagnosticadas con discapacidad intelectual[1] y profesionales, centrándome en sus fronteras, principalmente erótico-sexuales-afectivas.

Dicho establecimiento contaba con 40 profesionales y 100 personas con discapacidad intelectual, cuya convivencia implicaba una red de relaciones objetivas entre posiciones determinadas por la estructura de distribución de capital. Allí la existencia de espacialidades y temporalidades diferenciales entre profesionales y personas con diagnóstico de discapacidad intelectual resultaba una constante. Esto no se observaba únicamente cuando alguna persona con discapacidad infringía su geografía asignada, como sucedía cuando alguien con discapacidad usaba el baño profesional causando el repudio de dicho sector, sino también cuando uno se sentaba a almorzar en el comedor destinado a la población con discapacidad, lo que despertaba rostros de asombro que dejaban entrever que el límite de ese universo social implicaba la alteridad del cuerpo. Al respecto, David Le Bretón escribe:

« La alteración se transforma socialmente en estigma. El espejo del otro ya no sirve para iluminar el propio. A la inversa, su apariencia intolerable cuestiona por un momento la identidad propia al recordar la fragilidad de la condición humana (…) Crea un desorden en la seguridad ontológica que garantiza el orden simbólico »

Le Bretón 2002:79

Igualmente, mediante la lectura de legajos advertí que las expresiones erótico-sexuales-afectivas de las personas con discapacidad intelectual resultaban omitidas. En efecto, estos se centraban en aspectos relacionados con diagnósticos, higiene personal y anamnesis realizadas con padres y/o tutores. Ahora bien, y en relación directa con la idea de que en el Centro de Día acaecían estrategias de prácticas erótico-sexual-afectivo, lo central aquí transcurre en torno a los límites ligados no tanto a las espacialidades y temporalidades, sino fundamentalmente a los vínculos humanos posibles y no en esos tiempos y espacios. A priori se aprecia que en la convivencia diaria entre personas con discapacidad y profesionales se frenan las posibilidades amatorias entre ambos agentes. Hallándose diferencias con respecto a los vínculos posibles en otras instituciones, y que más adelante desarrollo a partir de la pesquisa etnográfica implicada en este artículo.

Debo decir que advertí dicha demarcación solo tras haber sido interpelado por Karina, una mujer de 30 años con diagnóstico de retraso mental moderado, que intentó tener un noviazgo conmigo. Ello me movilizó un interrogante que no había considerado hasta ese entonces: ¿por qué ciertos cuerpos y subjetividades resultan deseables y otros no?, viéndome empujado a experimentar lo que adviene cuando las fronteras corporales se atenúan, advirtiendo según Judith Butler (2009), no solo las condiciones de reconocibilidad de lo humano, sino de aquello que Gayle Rubin (2018) llamó injusticia erótica.

Dicho interrogante, desplegado sobre el presente trabajo etnográfico, se argumenta a través de cuatro apartados: I. Algunas conceptualizaciones; II. Aclaraciones metodológicas; III. El reconocimiento facial; IV. Marcos de deseabilidad; V. Reconocibilidad como mujer; VI. Deconstrucción epistémica. En último lugar, se da paso a las consideraciones finales.

1. Algunas conceptualizaciones

Tradicionalmente la discapacidad ha sido definida mediante categorías biomédicas que certifican la presencia de una limitación individual fruto de una deficiencia biológica, prescribiendo prácticas rehabilitadoras. Solo en la década del sesenta surgió en Inglaterra y Estados Unidos una perspectiva crítica que erigió las bases de un modelo social que concibe la discapacidad como el resultado de una interacción social desigual, donde personas con deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales se topan con barreras que limitan su participación en la sociedad. No obstante, pese a que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) haya establecido mediante la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006) dicha perspectiva social, su campo todavía contiene gestiones en las que la lógica del modelo médico hegemónico monopoliza las definiciones legítimas del cuerpo, corrigiendo y segregando aquellos comportamientos que buscan alcanzar la participación social plena.

Para Carolina Ferrante y Miguel Ángel Vázquez Ferreira (2010) resulta necesario analizar la discapacidad bajo la conceptualización bourdiana del campo social, entendido como un espacio compuesto por reglas, agentes, disputas y relaciones sociales. Cada cuerpo ocupa una posición específica de acuerdo a si es considerado legítimo o ilegítimo. El cuerpo con discapacidad estaría subalternizado por las taxonomías biomédicas que anclaron la oposición normal-patológico, cuya histórica expansión sobre la sociedad implicó un amarre a lo estético (oposición bello-feo) y lo ético (oposición bueno-malo).

Paul Abberley (2008) señala que las personas con discapacidad se encuentran en una posición de inferioridad, ligada a una ideología cuya naturalización del déficit como atributo biológico e individual fundamenta la opresión. Pues la idea de cuerpo sano y bello se ha interiorizado mediante la incorporación de esquemas de percepción, pensamiento y sensación históricamente concebidos.

Según Le Breton (2002), los cuerpos están estratificados por una producción ligada a la anatomía, cuyo saber a partir del Renacimiento torneó el imaginario occidental sobre la corporalidad, imponiendo un significante que dicta cuáles cuerpos son normales y cuáles patológicos y sujetos a corrección/exclusión. Por lo que la apreciación sobre éstos no brota de percepciones innatas, sino de cimentaciones sociales.

Rubin (2018) afirma que el status devaluado en el que son percibidos ciertos grupos como las personas con discapacidad, no responde a parámetros innatos, pues la sexualidad al igual que la vida erótica son productos de la actividad humana, por tanto, inmiscuidas de maniobras políticas no desprovistas de efectos subjetivantes. Por ejemplo, a principios del siglo XIX en Inglaterra y Estados Unidos hubo campañas higiénicas para alentar la castidad, la anti homosexualidad, la no masturbación y la criminalización de cualquier contacto sexual con cuerpos estimados anómalos. Esto propulsó un aparato de coerción/normativización social, médica y legal que se expandió por occidente dejando huellas en las actuales actitudes sobre el sexo, el placer y la apetecibilidad. Esto indujo una estratificación que ubicó a ciertos cuerpos por fuera del campo de lo moralmente adecuado, subyugándolos a injusticias sexuales. La autora apunta a construir una teoría sexual que identifique, explique, describa y denuncie las injusticias eróticas, pues considera que el ejercicio de los derechos sexuales solo es posible poniendo a la vista los mecanismos de control productores de las jerarquías corporales.

En otras palabras, aunque la Declaración Universal de los Derechos Humanos manifieste desde 1948 hasta la fecha que todos los seres humanos nacen iguales en dignidad y derechos. O que, la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad haya ratificado derechos sexuales y reproductivos, el marco hegemónico de inteligibilidad -para Butler (2010a), son esquemas históricos que establecen ámbitos de lo cognoscible- aún abyecta a los cuerpos con discapacidad del reconocimiento erótico/sexual/reproductivo. ¿Acaso por dudar de su humanidad?

Para abordar la pregunta sobre la deseabilidad y la convivencia, se parte de un recorte etnográfico que, en relación dialéctica entre condiciones objetivas y subjetivas, analiza aquello que sucede cuando las fronteras corporales se atenúan. Lo cual acarrea una tensión constante para evitar leer lo cotidiano del Centro de Día bajo la lente unívoca de la patología y el tratamiento sino, al contrario, inscribir el análisis enfocándose en las condiciones sociales productoras de un determinado cuerpo normalizado, normalizable y deseable. Esta perspectiva permite enfatizar la necesidad de preguntarse acerca de los derechos sexuales a partir de las injusticias eróticas configuradas sobre las personas con discapacidad. Pues cómo plantea, Robert Mc Ruer (2006) en su “Crip Theory”, dicho grupo no solo parece involucrar una supuesta deficiencia, sino una condición social que las obliga a no formar parte de las representaciones culturales de los cuerpos y las sexualidades deseables.

2. Aclaraciones metodológicas

La investigación procedió en torno a la metodología cualitativa. Se empleó la descripción densa (Geertz, 1987) como método de recolección de información y construcción de datos analíticos. Asimismo, se apeló a la técnica etnográfica del involucramiento estrecho propuesta por Philippe Bourgois (2010), en la que la apertura al universo social indagado a la vez que la búsqueda del establecimiento de un lazo estrecho determina la elaboración científica. En tanto, el consentimiento de las personas que formaron parte de esta investigación fue central, de allí es que para no exponerlas se utilizaron nombres ficticios. Por las mismas razones se evitó el nombre verdadero de la institución, denominada de modo genérico: Centro de Día.

Por otro lado, entendiendo que históricamente la discapacidad ha sido considerada un problema ligado a condiciones de salud individuales y de deficiencia de algunos sujetos cuyos cuerpos no se ajustan a los cánones de la normalidad comulgados por nuestras sociedades, aquí se apunta a cuestionar la dicotomía normal/anormal. De allí es que el título de este artículo emplea la palabra “normal” con el objeto de tensionar de modo crítico una categoría naturalizada, que devalúa a la persona con discapacidad objetivándolos como “otros”.

La inclusión de dicha noción en el titular no solo no vela la oposición señalada, sino que, apunta a “objetivar al sujeto objetivante” (Bourdieu 1997: 98), pues el investigador no es ajeno al cuadro de posiciones dentro del campo estudiado. Aquí, como un varón cisheterosexual, universitario y sin certificaciones de discapacidad. Contrario a los principios objetivistas del positivismo, se considera que todo conocimiento es situado. Por ello, el cientista social debe analizar las relaciones que mantiene en función de la posición que ocupa en el campo. En este caso, dentro de una estructura mayor de alteridad: normal-anormal.

Al respecto, Carlos Skliar (2002), dice que

« hay un otro, en medio de nuestras temporalidades y de nuestras espacialidades, que ha sido y es todavía inventado, producido, fabricado, (re)conocido, mirado, representado e institucionalmente gobernado en términos de aquello que podría denominarse como un otro "deficiente", una alteridad «deficiente», o bien, aunque no sea lo mismo, un otro «anormal», una alteridad «anormal»”.

Skliar, 2002, página 14

En efecto, la normalidad no es una esencia, sino una construcción que produce la impresión de que lo “normal” es natural. Que no requiere explicación, ya que se presenta en el sentido común operando como una categoría divisoria entre quienes alcanzan sus cánones y quiénes no. Pues como plantea Michel Foucault (1974-1975), la anormalidad es el resultado de sucesivas exclusiones ligadas a un tipo específico de normatividad social que se producen y reproducen mediante decisiones individuales, profesionales e institucionales.

En clave metodológica, vale preguntarse: ¿cómo construir conocimiento sin caer en dicha normatividad? Una vía posible, como expresa La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006) y el Foro de Vida Independiente (2005), implica abandonar representaciones peyorativas: discapacitado, retardado, entre otros, para pasar a expresiones tales como: persona con discapacidad y/o diversidad funcional. Fue desde esta óptica, desde dónde intenté introducir una escritura etnográfica despojada de aquellos imaginarios dominantes, incluyendo tanto la imagen del casto infantilismo, como la de la trillada imagen del loco o paciente. En concreto, pese a que no todas las personas tienen el poder de representarse cayendo en la paradoja de que uno es quien está escribiendo/representando, me vi dispuesto a forjar una representación escrita con otros alcances epistémicos y políticos. De esta manera, apunté a construir un conocimiento determinado sin evitar incomodidades dentro de los lazos sociales, ni omitir componentes históricamente suprimidos, como la dimensión erótica-sexual-afectiva.

Este artículo recurre a la categoría “erótico-sexual-afectivo”. Tal como yo la entiendo en función de mi trabajo de campo y mediante los aportes de Gayle Rubin (1996), John Gagnon y William Simon (1980). Dicha noción referencia una comprensión de la sexualidad amplia y descoleccionada, en la que la experiencia física no se escinde de la afectiva, mucho menos de la diversidad de situaciones experimentadas en el mundo etnografiado. Es decir, a través de ella se puede hablar de un abanico de tópicos que no surgen escindidos unos de otros, sino que pueden emerger yuxtaponiéndose: relaciones sexuales, amoríos, deseo de vínculos afectivos estables, reproducción, deseabilidad, placer.

Dicha noción me interesa por su potencia para poner en duda supuestos sobre la vida sexo-erótica-afectiva: la belleza; los cuerpos autorizados y desautorizados al goce; la maternidad; el derecho al placer sexual; entre otras. Mediante ésta, en vez de recurrir al sentido común aprendido en contextos culturales e ideológicos propios del cisheteropatriarcado y a la episteme “normal-anormal” extendida por la biomedicina, se intenta describir un orden sexo-erótico-afectivo distinto al hegemónico. Este orden no deriva solo de lo que suele entenderse como “instinto sexual”, sino de relaciones históricas y sociales, de poder y de control social.

Por último, cabe aclarar ciertas cuestiones sobre la lectura de este artículo etnográfico. Primero, empleo la tipografía cursiva para representar las voces nativas, para referenciar frases, diagnósticos, leyes y términos extraídos del campo y que intento poner en cuestión y relativizar. Segundo, las comillas dobles son usadas para citas académicas. Tercero, la tipografía cursiva con encomillado doble refiere a lo que se dijo en el campo. En tanto, las notas de pie de páginas no solamente asumen una función de exposición de categorías teóricas, dado que también son el lugar en donde hago referencia a puntos que considero significativos. Esta decisión se basa en la necesidad de mantener dos textualidades paralelas, en las que el cuerpo y el pie dialogan, tejiendo tramas que van dando cuenta de situaciones de tipo estructurales. Esta apuesta de escritura no es perfecta, pero apunta a disputar el sentido común sin efectuar una censura radical sobre dimensiones históricamente omitidas para las personas con discapacidad.

3. El reconocimiento facial

Al traspasar el portón de ingreso del Centro de Día y dirigirme hacia el sitio en donde se encuentra el reloj que marca la entrada y salida del trabajo -lugar en donde debía dejar asentada mi huella digital para dar constancia formal de mi ingreso al establecimiento-, me topé con una fila de gente que esperaba que Catalina, una trabajadora del personal administrativo, los registrase en el nuevo reloj de control de horario. Se trataba de un dispositivo de registro de entrada y salida a la institución que ya no solo exigía huellas digitales, sino también el registro de los rostros. Por ello, debíamos colocarnos frente a la cámara del reloj ajustando el rostro sobre un rectángulo verde graficado en su pantalla; lo que requería hacer distintos movimientos corporales; en mi caso, debido a mi altura, debí agacharme para caber en la pantalla. Al contrario, otros cuerpos se ponían en puntas de pie.

Todo iba lento, quizás la altura en la que estaba situado el reloj perturbaba la puntería de cada profesional. Aunque también, por absurdo que parezca, no descarto la idea de que éste empleaba un software biométrico que analizaba los rasgos humanos bajo el concepto de una tipología corporal promedio causando que algunos formatos humanos tuvieran más demoras para registrarse, por ejemplo: quienes usaban anteojos debían quitárselos para ser reconocidos por la máquina, aunque sin ellos no podían ver claramente el rectángulo en el que debían calzar la cara. Estos inconvenientes no pasaban desapercibidos. De hecho, Ana, una profesional, descifró una insospechada relación entre el color de piel y el trabajo, pues advirtió que quienes tenían ojos, piel y cabellos claros tardaban más en ser reconocidos por el aparato, empero los rostros morochos no. De ahí que irónicamente rio concluyendo que “los gringos” eran los “jefes” y “los negros” sus “empleados”, dedicados a realizar las labores que el statu quo institucional no hacía. Entretanto, otra profesional con sarcasmo cortaba el malhumor diciendo: “hay que salir bonitas chicas, pongan su mejor versión”.

Aquella cola de profesionales estaba molesta por la tardanza; desde el fondo de la fila se oyó con furia: “no puedo esperar tengo que estar cubriendo el almuerzo de los chicos, ya tienen mis huellas no sé qué tanto para que vean que soy yo”. Parecíamos colonos arribando a un país conocido que inspeccionaba nuestra visa cómo extraños. Quizás por eso más tarde vería desde mi teléfono celular un e-mail masivo firmado por el gerente de la institución que comunicaba que dicho acontecimiento respondía “a un cambio de tecnología sin ninguna otra connotación” más que tener un sistema más rápido para ejecutar liquidaciones y garantizar las Aseguradoras de Riegos del Trabajo (ART)[2]. Disculpándose por no haber notificado el cambio de reloj, haciendo llegar el apoyo de la Comisión Directiva por “la labor de una institución que brinda cada vez más oportunidades de igualdad a las personas con discapacidad, haciendo una sociedad más inclusiva“.

Tras leer dicho comunicado recordé que este establecimiento acoge a dos tipos de actores sociales: gente con discapacidad, y profesionales, acreditados con estudios universitarios y/o terciarios (medicina, educación especial, terapia ocupacional, psicología, trabajo social, panadería, artes). La relación establecida entre estos actores está mediada por el imaginario biomédico. Por un lado, están las personas que han sido diagnosticadas a partir de grados de discapacidad (leve, moderado y profundo según la nomenclatura del CIE10, que entiende a la discapacidad como una deficiencia resultante de una lesión). Y por otro lado, profesionales que sitúan conocimientos que conforman tratamientos para, como dice la Ley 24.901 de Prestaciones Básicas (que reconoce los señalamientos de los organismos internacionales sobre la discapacidad), brindarles a los primeros “el más adecuado desempeño en su vida cotidiana”. Ahora bien, lo notable es que la convivencia entre dichos actores transcurría entre marcadores de diferenciación social que estaban a la vista. Tan solo bastaba mirar ciertos pormenores como no compartir el mate, el baño o almorzar en sitios distintos. Lo cual resultaba comprensible si se consideraba que el sector profesional precisaba resguardarse del trabajo para almorzar o acudir a un sanitario sin interrupciones, aunque, por otro lado, si se miraba la conjunción de dichas diferenciaciones resultaba más acertado pensar que allí operaban lógicas biomédicas que naturalizaban a la gente con discapacidad como cuerpos que requerían ocupar otras zonas. Así, aunque el comunicado institucional mencionaba la igualdad, dichos valores solo implicaban un buen propósito pues la convivencia poseía barricadas. No solo se delimitaban espacialidades (prescribiéndose actividades y tratamientos por parte de unos para con los otros, haciéndose predicciones evolutivas y diagnósticas), sino las interacciones humanas. Las amistades entre personas sin discapacidad y con discapacidad intelectual no eran frecuentes, tampoco los amoríos. En otras palabras, había diferencias con respecto a los vínculos posibles en otras instituciones, en las que si bien puede haber distancias entre grupos diferenciados por funciones (como se desarrolla más adelante) no revelan la gama de diferenciaciones percibidas en la convivencia institucional estudiada aquí.

Siguiendo a Butler (2010b) me pregunto: ¿al igual que aquel nuevo reloj de asistencia cuyo software activaba algoritmos biométricos de reconocimiento humano, tras una certificación de discapacidad intelectual operan marcos interpretativos que hacen que ciertos cuerpos sean menos reconociblemente humanos que otros? Mirándolo desde la lente cinematográfica de Tod Browning en Freaks (1932), el sentimiento de comunidad y demás afectos hacia los cuerpos anómalos debe evitarse, pues aproximarse demasiado a ellos resulta riesgoso. En efecto, según el film, mediante un ritual mágico, éstos son capaces de convertir a un ser normal en anormal integrándolo a su grupo, como por contagio.

En clave de Foucault (1974-1975), podríamos considerar que esta sensación de peligro y reprobación[3] hacia quien sería catalogado como una degradación física y moral de la especie se liga a un proceso de patologización social efectuado durante los siglos XVIII y XIX. En dicho proceso, los cuerpos incompatibles con las normas que se querían imponer desde el estado moderno fueron clasificados como anormales[4], a quienes hoy se denomina como discapacitados. Una de las figuras que se desprenden de la clasificación de la anormalidad es la del “monstruo”. Surge de la diferencia con el lisiado, pues mientras que éste último era contemplado por el derecho romano, el monstruo no, ya que quebrantaba tanto las leyes humanas como naturales: mezcla humana y animal; de dos sexos (como el hermafrodita); de vida y muerte (como el feto malformado cuya vida es fugaz). De allí su sustracción de lo identificablemente humano junto a sus restricciones para amarlo y desearlo, como también la imposición de su estricta vigilancia.

Acorde a Paul Rabinow & Nikolas Rose (2006), es posible pensar que tras estos límites existen lógicas biopolíticas dirigidas a racionalizar la vida de la especie (prácticas de salud, reproducción, entre otras) que despliegan una estratificación corporal, cuya meta es que la sociedad capitalista sea poblada por cuerpos productivos, heterosexuales y sin anomalías (de allí el interés científico sobre temas genómicos). En tanto, las instituciones de control se focalizan en los cuerpos con desbarajustes jurídicos-biológicos, extendiendo lo que el pensamiento foucaltiano llama técnicas positivas de intervención y transformación; aunque sin excluirlos -modelo leproso[5]-, sino que incluyéndolos[6] -modelo del apestado[7] -.

Dichas demarcaciones descienden de una larga y compleja historia que involucró la patologización del cuerpo. Y si bien actualmente no se consienten prácticas degradantes como las que históricamente se aplicaron sobre las personas etiquetadas como monstruos, aún es posible observar cómo siguen siendo objeto de limitaciones y segregaciones; descartados de los marcos interpretativos de belleza y desalentados a exteriorizar deseos sexuales y reproductivos, especialmente como se expone más adelante, cuando estos deseos implican a personas sin discapacidad. Esto no se explica solo desde un plano biológico abonado desde el modelo médico hegemónico, sino que en torno al horizonte normativo que los constituye como cuerpos deficitarios.

4. Marcos de apetecibilidad

Con 30 años, ni alta ni baja, delgada y cabello azabache, Karina, una mujer con diagnóstico de retraso mental moderado con nivel de pensamiento pre-operatorio intuitivo[8] (según establecían sus evaluaciones), me enrostró con su acento cordobés, susurrándome inmediatamente: “soñé con vos, tuya enamorada”. Mientras sus labios vibraban bajo lo que suele concebirse como disartria[9] apuntaba sus ojos sobre mí dejándome inmóvil ante algo que no me esperaba. Esa declaración duró un largo tiempo enunciándose muchas veces. Tal era el encantamiento que en una ocasión, mientras ingresaba al Centro de Día, me sacó treinta fotografías. Yo no posaba para ella, sino que gatillaba su cámara disimuladamente mientras yo proseguía mi marcha hacia el interior de la institución. Aunque le decía de mil maneras que no sentía amor por ella, igual insistía en declararme su amor. Una vez, mientras estaba sentado en una silla de una sala, solapadamente se aproximó por detrás mío besándome ágilmente el cuello, en tanto que ante mí reacción de molestia (que me llevó a repentinamente a pararme) con ligereza se retiró de la sala sin decir nada.

Todos los días, ni bien ingresaba al establecimiento, al mediodía, la saludaba rápido tratando de esquivarla. Karina solía aprovechar el horario de almuerzo para escabullirse del orden profesional que limitaba su andar, pues estos solían alejarse de ella para ir a almorzar a la sala en donde almorzaba el sector profesional. De allí es que, tras saludarla e ir caminando por la institución, de pronto percibía un peso sobre mí, en tanto, cuando volteaba para ver qué sucedía siempre la divisaba mirándome. Aquella escena era tan insistente que hasta creía que había desarrollado un sexto sentido dedicado a detectar a ciegas aquellos momentos en los que ella orientaba su potencia escópica sobre mí. Cuando la descubría, ella se hacía la despistada. Mi molestia crecía poco a poco, agudizándose a partir del momento en que comenzó a declararme su amor. Yo solía bajar la mirada, pero eso era tan inútil cómo elegir las palabras exactas para explicarle que no me gustaba.

Aparentemente mis reacciones faciales ante ella eran notablemente apáticas. Digo aparentemente porque si Karina no me las hubiera hecho notar, yo de ningún modo las habría advertido, ni sus composiciones expresivas ni los sentidos fenoménicos que asumían. En efecto, no quiero adelantar mucho el desarrollo de este artículo, pero con el transcurso del tiempo me volví casi un experto en preguntarle a Karina que significaban mis signos exteriores. Veamos algunos: “tenés cara de enojado“ pronunció Karina, ¿por qué?“, curioseé, “estás mudo, callado la boca, te molesto, cara de mudo“. En otra oportunidad, durante un mediodía, mientras ingresaba a la institución me gritó “¡cara de máscara!, tras quedarme con la duda le pregunté a qué se debía ese insólito apelativo, sin dudarlo, arguyó que tenía “cara de fantasma, de miedo“. Otro mediodía me imputó con el mote de “cara de padre“, porque según ella ponía “cara de loco, ojos perdidos“. Considerando la lectura del “Trabajo de la cara“ (1972) de Goffman, cabe pensar que mi cara se contorneaba evitativamente frente a algo que me turbaba. Ante la interpelación de un tipo de interacción no esperable dentro de la naturalizada organización social e institucional, mi rostro reaccionaba perdiendo su equilibrio y su discreción habitual.

Yo ya hacía suficiente tiempo que había traspasado aquel imaginario que representa a las personas con discapacidad sin deseos e incapaces de una relación sexual. Incluso, había reparado en la necesidad de ampliar sus derechos para habilitar dimensiones negadas. Pero, francamente, hasta que Karina no me interpeló amorosamente, jamás había considerado que alguien con discapacidad intelectual podía sentirse atraída por quien no estuviera en su misma condición. Pensar que debían vincularse desde la discapacidad o por la discapacidad realmente era ridículo, pero era lo que yo, como tantas otras personas, pensaba. Tal vez, hasta ese instante había estado operando bajo una lógica biopolítica que durante siglos se encargó de aplicar injusticias eróticas, tales como desalentar las alianzas o las parejas con personas ajenas al ideal normal occidental.

Tal como expone Butler (2005), el cuerpo no es una mera superficie biológica exenta de valores, sino una construcción simbólica, por lo que cabe pensar en cómo éste es percibido acorde a la diferencia sobre las distintas formas que esta organicidad adquiere. De la misma manera, es importante poner en evidencia la concepción hegemónica que asocia la discapacidad al cuerpo enfermo/feo/disfuncional por oposición al cuerpo bello/sano/funcional. Así, el primero es descalificado por quienes no lo portan, estableciendo así una relación de dominación no natural, sino histórica, en donde el proyecto biomédico se ha constituido ideológico.

Algo del simbolismo que erigía mi internalizada noción de cuerpo se ilustra bajo un sueño que tuve en pleno vértigo amoroso. Este sueño me mostró algo que no veía en la vigilia y que me sería útil para comprender el campo. Soñé con un cuerpo de mujer con ojos grandes y pelo lacio; su figura ocupaba todo el suceso onírico haciéndoseme imposible recordar otros elementos. No parecía algo erótico pues no había escenas sexuales, aunque según la tesis freudiana de los sueños la censura disfraza la realización de un deseo reprimido causando amnesia. Sin entrar en detalles recuerdo que su silueta parecía sacada de una publicidad de champú o de un folleto de cosméticos con figuras sonrientes y sin los rasgos que nuestra sociedad concibe como discapacidad. Es decir, distante al semblante que Karina exhibía: nariz pronunciada; ojos hundidos; espalda encorvada; uñas largas, algo descuidadas; cabellera corta con signos de haber sido cortado respondiendo al pragmatismo de la familia[10]; botones prendidos de manera torcida; ataxia (en relación a otras personas, el modo de caminar de Karina era descoordinado).

Al día siguiente, cuando ingresaba a la institución durante el mediodía, momento en que el sector profesional habitaba la sala de almuerzo, Karina me encaró susurrándome: “Ti amo“. Pero esta vez su declaración fue bajo una suave cadencia que me produjo un chispazo de titubeos: “¿qué cuerpos me gustan?“. Irrumpido por su voz sobre mi tímpano recordé mi sueño: “no existen siluetas únicas, sí distintas“, rumié. ¿Mi sueño significaba que deseaba un cuerpo que creía sano/bello, opuesto a uno enfermo/feo? Ella había plumereado mis marcos de inteligibilidad cacheteándome con un sonoro acto de justicia erótica que me hizo examinar mis gustos. Aquel suceso inauguró una experiencia ontológica que no había tenido debido a un mundo normativo que no le daba lugar. Bourdieu explica (2010) que los gustos no son naturales, sino que están ceñidos por la estructura de las posiciones sociales, impuestos desde los grupos insertos en campos más beneficiados hacia aquellos que no lo son tanto. Estos campos, tallándose de forma irreflexiva desde la infancia, conforman actitudes y disposiciones tanto hacia las cosas como hacia las personas.

Tras dicha declaración, aquel efecto al estilo del mito griego de “Medusa y su hermosura real”, cuya mirada me paralizaba, desapareció. Al autoexaminarme alteré el habitus que tenía, apreciando que mi sensación era pura cultura, es decir, una interpretación incapaz de existir por sí misma, histórica, contingente y modificable. Allí no había nada de tenso, sino solo el universo simbólico que pulía una apreciación despectiva de Karina - ¿realmente creía quedar paralizado? -, quien con afecto me decía: “no te miro así estás tranquilo, cara de contento”.

5. Reconocibilidad como mujer

Al arribar al Centro de Día, como cada mediodía, mientras el sector profesional almorzaba en una sala para ello, Karina se encontraba esperando mi llegada. Tras saludarla le pregunté qué le gustaba hacer, “verte“ me dijo Karina. “¿Y qué más?“, “mirar varones, me gusta el olor a perfume“ enunció.¿De chica?“, curioseé, “de varón“, comentó. Indagué: “¿te gusta perfumarte?“, rápido expresó: "mi hermana me da pintura a veces, pintalabios no, perfume sí, ¿notaste olor rico?”, “no me había dado cuenta”, expliqué. Mientras me relajaba alterando mis marcos interpretativos comencé a sentir otra tensión, esta vez del sector profesional, quienes al haber visto que cada mediodía me detenía a conversar con ella, discordes me decían: “¿qué haces?, ¿por qué no te alejas de ella?”. Yo solía contestar que no quería serle indiferente ya que, entre fastidios o no, habíamos hecho un vínculo[11]. Roberto[12], el psicólogo que atendía a Karina en el área de rehabilitación de la institución me citó para advertirme que se enamoraba de “nosotros” -refiriéndose a los profesionales- porque tenía “erotomanía”, un trastorno en el que “ilusamente” creía que “nosotros” podíamos gustar de ella. Después de esta explicación, me prescribió que me apartara.

Aunque en las reuniones profesionales no se hablaba de “erotomanía”, se solía decir que Karina revivía una especie de “trauma materno” que la empujaba hacia amores imposibles que la terminaban “poniendo en un lugar de mierda”. Tampoco faltaban quienes entendían su conducta como propia de una “histérica” que caía en pasiones irreales para no satisfacer su deseo. Ciertamente, resultaba curiosa la cantidad de juicios y criterios diagnósticos sobre ella, evidenciándose el no unívoco acuerdo para encasillarla. Esto deja entrever, como dice Jeffrey Cohen (2000), una crisis de las categorías científicas, pues aunque se convenía que su conducta no era normal (“buscaba novios sin discapacidad”) por algún conflicto (psíquico u orgánico), nadie podía precisar sólidamente una semántica que la nombrara.

Lo que implicaban estas conversaciones es que Karina se desviaba de la norma concebida como media, de ahí las explicaciones sobre su psicopatología (como marcó Roberto al hablar de “erotomanía”), entreviéndose la intención de recuperarla. Aunque como enseña Georges Canguilhem (1971), no es el promedio lo que funda lo normal sino las normas colectivas, las cuales no son constantes sino cambiantes. Solo tienen validez en una sociedad y tiempo determinado[13], a diferencia de la verdad empírica. En este sentido, cabe imaginar que si las normas colectivas del sector profesional hubieran sido otras, los gustos de Karina no habrían sido considerados producto de una patología, pues buscar un novio sin los rasgos que indican discapacidad en nuestras sociedades implicaría solo una opción más dentro del abanico de relaciones humanas posibles. Como aquellas personas denominadas “devotas”, quienes a pesar de ser acusadas de parafílicas por los cánones biomédicos, apetecen parejas con discapacidad.

En este sentido, Cristina Vico Miranda (2007) advierte que las políticas de la apariencia que construyen un cuerpo discapacitado indeseable pueden ser subvertidas. Por ejemplo, en oposición a los múltiples anuncios de mercado y negociados que venden cirugías para corregir pechos caídos, pequeños o mutilados, la campaña de “The Breast Cancer Fund” debilitó la representación degradante en torno al pecho amputado mediante fotografías que le restituyen sus derechos sexuales a ser deseados y a vivirse con placer. Este es un ejemplo de promoción de bellezas que rompen con la injusticia erótica de los cuerpos no estándares y el afán por normalizarlos, produciendo un reconocimiento erótico/sexual/afectivo/reproductivo más amplio e igualitario.

Ciertamente, para los sistemas dominantes de clasificación de cuerpo legítimo la discapacidad agrede un valor clave: la belleza. O mejor dicho, lo que nuestras sociedades entienden por bello. Pero ello no significa que esa imposición se acepte pasivamente. Veamos, tras arribar al mediodía al Centro de Día, Karina, aprovechando que el sector profesional abandonaba momentáneamente sus actividades para almorzar, me invitó a oír música en una computadora. Pero en el instante de que yo acepté me dijo, “no podes”. “¿Qué?” le pregunté, “gustar de mí, te gustan otras, no linda”, contestó pasándose las manos por la cara. “Es lío, siempre igual, me separan”, manifestó. Minutos después, una profesional la llamó para decirle algo, dando comienzo a una dinámica social que poco a poco iría vivenciando. Me refiero con esto a gestiones profesionales para interrumpir diálogos o evitar que compartiéramos un mismo espacio físico, tal como un taller en el que podríamos sentarnos alrededor de una misma mesa. Es más, cuando se organizaron los dos campamentos de fin de año, la dirección del Centro de Día planteó que ella y yo no compartiéramos ningún campamento.

Siguiendo a Octavio Bonet (1999) quien recupera los aportes de Víctor Turner, pienso que dichos juicios y diagnósticos poseían el estatuto de un símbolo que dominaba un proceso social ritualizado alrededor del cual se desplegaba un drama social: Karina gustaba de mí a la vez que yo interactuaba con ella dudosamente. Es decir, en el sentido que no buscaba alejarme de ella como prescribió Roberto, sino que al contrario, asintiendo su presencia, e incluso, en clave goffmaniana, manteniendo mi cara equilibrada, o sencillamente como dijo Karina, “contenta”. De allí que acaecieron distintas intervenciones profesionales, entre ellas, cabe señalar una especialmente demostrativa.

Prosigamos: durante una reunión de profesionales en las que yo solía participar estando atento a las particularidades de aquel campo, Saúl[14], quien en aquel entonces era el profesional encargado del seguimiento diario de Karina, explicó su preocupación con respecto a Karina, pues estaba seguro de que “gustar” de mí la angustiaba. De ahí que tras sus fracasos para eliminar los sentimientos que ella tenía, propuso una idea fundada en sus lecturas clínicas. Se trataba de poner en juego una especie de montaje. Según Saúl, ello se le había ocurrido luego de que Karina fuera interceptada por Mili[15] (una profesional) para aconsejarle de que yo no era su “tipo”, aunque ella le contestó: “no puedo cortar el hilo que me ata a él”. Fue así que Saúl consideró que podía facilitar dicho corte confeccionando un escenario que se brindara a la ejecución de un “corte simbólico” que efectivamente la alejaría de mí. Tras advertir que su manera de razonar estaba de común acuerdo dentro de aquel universo profesional no me quedó más remedio que participar del rol que dicho campo me llevaba a ocupar, accediendo así a dicha intervención.

Al otro día supe por Saúl que él se había reunido con Roberto, no solo para comunicarle la intervención que se le había ocurrido, sino para ultimar algunos detalles en torno a aquel corte. A la semana siguiente, Saúl me reunió con Karina en el patio del establecimiento. Asistido por Mili, sacó de su bolsillo un carretel de tanza, el cual enrolló alrededor de mi cuerpo dando entre cinco y seis vueltas. Posteriormente, estiró el carretel acercando la tanza al cuerpo de Karina. En ese momento, Mili la ató mediante el mismo procedimiento que hizo Saúl conmigo. Por último, Saúl le dio una tijera a Karina para que cortara la tanza que nos unía. Yo estaba expectante, como esperando vaya a saber qué fantástico suceso, pero aquel tijeretazo que dividió el sedal solo provocó que Karina comenzara a llorar. Su cara se cubrió de muecas de dolor. Yo, lejos de sentir alivio por aquel “corte” que suponía un bien terapéutico, sentí tristeza.

Durante los siguientes meses pude advertir que aquella intervención no logró lo que Saúl esperaba. Y es que Karina seguía aprovechando el horario del mediodía -cuando el sector profesional almorzaba- para hacerme sus declaraciones de amor. Francamente, seguimos relacionándonos al punto de vernos en una ocasión afuera del Centro de Día. Durante aquel tiempo su joven hermana había fallecido por una leucemia. El día de dicha tragedia ella llamó al teléfono del establecimiento para comunicar lo sucedido, diciendo que le gustaría que yo fuera al velorio. Si bien yo sabía que su hermana estaba enferma, no me imaginaba su gravedad, así que, a pesar de que no me atraían los asuntos mortuorios, sentí que debía ir. Tras arribar a la sala velatoria no solo percibí el dolor por aquella adolescente fallecida, sino que viví el afecto de su padre, su tía, su hermano, primas y primos. Me saludaron como a un familiar. Su padre con voz quejumbrosa me abrazó diciéndome: “ah, vos sos Matías, gracias por venir”.

Durante los meses posteriores también pude ver que Karina tampoco alteró su deseo hacia las personas que nuestra sociedad interpreta cómo normales, negándose quizás a la división erótico/sexual/reproductiva que se le imponía. De hecho, en aquel tiempo pude ver cómo Guido, un profesional que recientemente había ingresado, se estremecía ante sus piropos. Por ejemplo, en una ocasión, ella enunció: “yo tengo dos ojos para mirar, dos ojos, son buenos para ver varones, chicos lindos”. Asimismo, durante dicho período me detalló con ojos llorosos que Marcelo[16], el chofer del transporte especial que la llevaba al Centro de Día, le gritó: “¡incogible cara de animal!”. Claramente, las reiteradas declaraciones de amor de Karina hacia Marcelo habían movilizado su lado más violento, y si bien aquel suceso no pasó desapercibido (hubo testigos, dado que sucedió en el estacionamiento del establecimiento) no se lo repudió. Tal vez porque la gente que atestiguó aquel exabrupto, considerada por nuestra sociedad como sin discapacidad, participaba del sentido común sobre la distribución diferencial de lo que se entiende por bello y sus efectos sociales en prácticas de acercamiento o seducción. O cómo dice Rubin (1996) porque eran parte de una política internalizada en la que la sexualidad y el erotismo no se conciben sin límites corporales e injusticas eróticas, tornando comprensible la respuesta anímica efectuada por aquel chofer. “Cara animal, miro al espejo cara animal, cuerpo animal, vaca, caballo”, expresaba Karina suspirando de bronca.

Cada encuentro con alguien considerado sin discapacidad no solo visibilizaba el espanto de verse deseado por ella, sino que era un ejercicio performativo. Su voz, sus ojos, una y otra vez orquestaban una coreografía que buscaba ser reconocida como un cuerpo atractivo frente a una comunidad normativa cuya distribución de la deseabilidad sexual yacía estratificada: “tengo boca para besar, brazos y piernas para depilar y ponerme desodorante”. Siguiendo a Eduardo Viveiros de Castro (1993), las maniobras de Karina no eran entendidas como una búsqueda de justicia erótica y condiciones de reconocimiento, pues resultaban patologizadas y violentadas porque se la registraba como un cuerpo no deseable (“incogible” dijo con violencia Marcelo).

Así, considero que lo descripto operó como una acción ante una norma clave: el límite entre los cuerpos normales y anormales. Por ello se ejerció un rito para subsanar los patrones separatistas, el cual, también iba dirigido a mí ya que fui culpable de transgredir las demarcaciones convivenciales. Este rito parecía estar ligado a un mundo normativo que distribuía diferencialmente el acceso a vivir una sexualidad plena (en términos de derechos humanos básicos), cuya tensión parecía ligarse a un escenario de reconocimiento en el que hay cuerpos que atraen y se pueden desear y otros que no. En este sentido, debíamos pararnos de un lado u otro de aquello que imponía el sistema: “con o sin” discapacidad, nunca sobre un marco de inteligibilidad desde donde las injusticias eróticas preguntaran acerca de su reconocibilidad como una mujer plena.

6. Deconstrucción epistémica

Karina me expresó: “soy grande no nenita, mujer, elijo quien me gusta, soy así, quiero hijo, marido, familia, cambiar pañales no (risas)”. Tiempo después leería en un informe alusivo a ella: “…ante la situación de entrada de un nuevo profesional al espacio, se dan vínculos de mucho pegoteo, que si el profesional no está advertido pasa por una demanda desmesurada de atención…”. Me pregunto, si ella registra sus deseos de vincularse con tal o cual persona, ¿por qué se lo problematiza?

Trasladando dicho interrogante a otras instituciones: Jessica Reyes Sánchez (2015) halló que la escuela secundaria es un espacio sexuado regulado por la edad. Valeria Sardi (2018) investigó los límites entre docentes en formación y estudiantes secundarios encontrando que la relación áulica no logra borrar lo corpóreo sexual, pero que es la condición etaria y su legalidad (delito) la que brinda distancia. Empero, en el nivel superior (desde los 18 años) el vínculo puede estrecharse porque no hay delito. La ley[17] no pena la asimetría estudiante-docente sino la falta de consentimiento y mayoría de edad, al igual que en el mundo laboral. Dice Nuria Esteve Díaz (2017) que en un consultorio, en el que se establece una relación terapeuta-paciente, los lazos eróticos también acaecen, pero sin minoridad y abuso de poder no hay delito. Ante ello existen tres opciones: o bien se trabaja la transferencia erótica, se deriva a la persona a otro especialista, o se sigue la relación desertando la terapia. Empero, un Centro de Día no se ubica sobre las enmarcaciones antedichas. La Ley 24.901 solo señala que es un servicio que brinda “el más adecuado desempeño en su vida cotidiana mediante la implementación de actividades”. Además, en este centro, sus destinatarios poseen diagnóstico de discapacidad intelectual y son mayores de edad. Entonces, ¿el límite relacional por dónde pasa?

Digamos que el límite relacional en un Centro de Día se desliza bajo una episteme distinta a la de otras instituciones. Es decir, si bien cada una de las entidades nombradas posee normas que sitúan fronteras erótico-afectivas-sexuales. Estas son susceptibles de caer, si existe, como se explicó, consentimiento y mayoría de edad. No obstante, en un Centro de Día dichas variables no alcanzan para traspasar los límites relacionales, pues pese a un cuadro compuesto por personas mayores de edad mediadas por la acción de consentir, no se goza de la misma permisividad social.

Según los aportes de Rubin (1989), existe una jerarquía moral, en la que el papel jugado por las asociaciones psiquiátricas es central. Por ejemplo, dentro de la lista de disfunciones clasificadas por la APA (Asociación psiquiátrica norteamericana) está la parafilia, en cuyo abanico de expresiones se haya la atracción erótica hacia personas con discapacidad. Pensemos entonces, en cómo la variedad erótico-sexual-afectivo está condenada por una episteme psiquiátrica que produce un sentido común imbuido por la idea de que tales variedades son peligrosas e insanas.

En efecto, en los legajos del Centro de Día entreví que el valor epistemológico que prima es el diagnóstico. Este diagnóstico caracteriza a Karina con retraso mental moderado, que es definido[18] mediante una puntuación de coeficiente intelectual (CI) menor a 70, fruto de una falla en la que el cerebro no se desarrolló, frenándose en fases evolutivas inferiores. Las evaluaciones que lo legitiman están sobrepobladas de los prefijos “in”, “dis”, “a”, y de calificaciones: “pensamiento concreto”, “operatorio”, “inmadurez”, “intuitivo”, etcétera. Justamente, la falta de inteligencia se asocia a su condición de “inferioridad” y “dependencia”.

La inteligencia, históricamente, fue entendida como la capacidad de resolver problemas y adaptarse, pero como dice Rubén Ardila (2011), hay vacíos conceptuales que no esclarecen qué es, si hay una o varias, el rol genético y del medio, o los cambios vitales. Pese a ello, su función en los diagnósticos sigue siendo la que fundó Alfred Binet, es decir, la de cuantificar mediante tests la aptitud del lenguaje verbal, el razonamiento lógico matemático, la abstracción y la velocidad. Bajo esta episteme la inteligencia normal, CI 90–109[19], se encuentra regida por lo lógico abstracto. Así, puntuar bajo significa no alcanzar los grados intelectuales que requiere la sociedad, connotando la certidumbre de que la persona no entiende que está bien y mal, que es incapaz de ser autónoma, decidir a quién tener de pareja o tener hijos, entre otras cosas. Entonces la epistemología puesta en Karina involucra léxicos médicos que la ubican al margen de lo que usualmente se entiende como adultez. Desde esta perspectiva, Hannia Nassar y Sonia Abarca (1983) señalan que se es adulto cuando se está desarrollado biológicamente (crecimiento) y psicológicamente (responsable de los propios actos), teniendo, independencia familiar y autosuficiencia económica.

En esta dirección la noción de retraso mental reposa sobre una minorización en la que la adultez no llega, ya que estas personas con consiguen tener ni independencia familiar ni solvencia económica. Es más, aunque las personas con discapacidad intelectual tengan treinta, cuarenta o cincuenta años, suelen ser nombrados como “pibes”, “chicos” y “jóvenes”. Esto encuentra eco en la semántica biomédica de “insuficiencia”, “primitivo”, “impulsividad”. La razón de esto es que al deconstruir epistémicamente su diagnóstico, la escasez de inteligencia se asocia a un estado infantil que regula la forma de vincularse. No resulta desatinado decir entonces que hay un habitus que impide ceder los límites relacionales, pues al igual que en la infancia, la persona con discapacidad intelectual se inscribe sobre una inocencia inherente que hay que preservar, en caso contrario sería abuso: “me enojo, triste y enojada, ya papito tengo ganas de ir a buscar chicos, desde la ventana grito chau bonito, sé defenderme, no subirme al auto de un señor, nunca, mata con la pistola, toca, sé defenderme”.

De manera que, aunque Karina haya enunciado que es una “mujer” la episteme que la circunda certifica que no lo es, o que solo lo es de un modo fragmentario e inconcluso. Al respecto, Meri Torras (2007), refiriéndose a la presencia de una jerarquización naturalizada y normativizadora que prescribe los cuerpos, los hace válidos y legibles según unos parámetros que se pretenden biológicos, se pregunta si la falta de “dos dedos del pie izquierdo te hace menos mujer en menor grado de que si has tenido que sufrir una mutilación mamaria”. Pues la concepción de cuerpo legítimo de la biomedicina, desde el siglo XVI hasta hoy, es la de un organismo máquina en el que la falla de algún componente (como la inteligencia) implica anomalía.

Continuando esta reflexión, María Cecilia Tamburrino (2009) traza un paralelismo entre: mujer y discapacidad intelectual. Dice que, históricamente la mujer fue desposeída de cualquier valor epistémico asociado a la razón y la autonomía, ubicándosela sobre el terreno de la intuición, las emociones y lo instintivo, la antípoda al hombre blanco, adulto y capaz de inteligencia normal (lenguaje verbal, abstracción, lógica e independencia). Así, su supresión de la vida pública, la educación, o el trabajo, se liga al costo epistémico de la falta de inteligencia, lo que también está en juego en las personas con discapacidad intelectual. Moya Maya (2009) interroga ¿qué discrimina más, el género o la discapacidad? Para esta autora la mujer con discapacidad vive una doble discriminación reflejada en la exclusión social, política y económica. Cabe agregar, en clave de Rubin, que también les es negada la deseabilidad sexual y la emancipación para desear a quien sea por encarnar un cuerpo con discapacidad.

Citando el inicio de un informe sobre Karina: “…Edad: 30, Sexo: mujer, Diagnóstico: retraso mental moderado con pensamiento preoperatorio intuitivo…” cabe pensar que su condición genérica y de discapacidad la enmarcan en una minoridad doble. Su falta de inteligencia, atribuida a la mujer en la literatura tradicional y a la discapacidad intelectual por la biomedicina, opera biopolíticamente segregándola. Más aun, esta episteme que también se desliza por otras categorías como raza, etnia y clase (pensemos en el lombrosismo que afirmaba que la forma del cráneo determinaba la delincuencia), se cuela en el sentido común de la vida cotidiana del Centro de Día regulando el vinculamiento de acuerdo a niveles de humanidad definidos por la inteligencia: un profesional varón, blanco y universitario se mueve racionalmente, una joven con discapacidad intelectual se mueve por instinto.

Cabe preguntarse: ¿qué es esto del pensamiento preoperatorio intuitivo? Según la teoría piagetiana que influyó a los múltiples manuales diagnósticos empleados en el universo de la discapacidad, este hace referencia a una etapa del desarrollo evolutivo (de los 2 a los 6 años) en el que aparece el lenguaje y la imitación de conductas y en el que prepondera la intuición por sobre el pensamiento simbólico. No obstante, mediante esta etnografía, se puede ver que dicho término descrito en el legajo de Karina no reflejaba la forma en la que ella se desenvolvía. En efecto, es claro que Karina poseía un dominio del mundo simbólico y la abstracción, es más, muchas de sus respuestas parecían ser poéticas (como “el corte del hilo”), pese a ser entendidas en clave de pensamiento concreto (literalmente) por el sector profesional. Por tanto, dicha categoría no puede delinear la experiencia vivida en este campo. Entonces, queda claro que la lógica operada biomédicamente sobre Karina define y construye la “discapacidad intelectual” en base a indicadores que acaparan la verdad diagnóstica a través de exámenes como la alfabetización y el razonamiento matemático. Dicho aparato opera como un dispositivo que ejerce un control social cotidiano, extra-legal, pero que impone eficaces demarcaciones a los cuerpos considerados “anormales”.

Analicemos ahora, desde la perspectiva de la deconstrucción epistémica, algunas de las respuestas que tuvieron los varones sin discapacidad en relación a Karina y su reclamo de ser reconocida como mujer:

En primer lugar, mi respuesta puso en juego la percepción, en especial la mirada. A través del sueño antes descripto, se puede observar de qué manera el concepto de belleza se sostiene dentro de un sistema binario, sobre la base de una negación: lo bello se construye sobre su opuesto, lo feo. A partir de este binarismo surgen sensorialidades visuales que nutren impresiones de deseabilidad e indeseabilidad. Al respecto, una lectura posible, es que las imágenes oníricas indicadas responden a una episteme específica. Las mismas se forjan en medio de un entramado de relaciones de poder que se encarnan en los cuerpos, rigiendo las normas de inteligibilidad para interpretar y reconocer qué cuerpo resulta apetecible y cual abyecto, o incluso, qué cuerpo se reconoce bajo la categoría mujer.

De acuerdo a lo referido, Guy Debord, en su trabajo La Sociedad del Espectáculo (1967), plantea el surgimiento de un tipo de sociedad articulada en función de las imágenes y las apariencias, indicando que la perspectiva visual se ajusta a los modos de ver dominantes. De allí que ni la mirada ni la percepción son esenciales, mucho menos inocentes, dado que responden a los marcos de inteligibilidad de una cultura determinada. Las relaciones personales, no importa cual, están mediadas por imágenes que operan como dispositivos que predeterminan la vida vincular.

En segundo lugar, el posicionamiento de Roberto y Saúl resulta propio del modelo biomédico. Tanto el género como otros componentes eróticos-sexuales-afectivos quedaron subyugados a una lectura patologizante que apuntaba a rehabilitar una desviación. La discapacidad aparece como un trastorno y no como un hecho social producto de la opresión. Ambos invalidaron la posibilidad de que Karina pudiera desenvolverse como mujer frente a personas sin discapacidad. Mediante esta sujeción, no solo se justificó su “inferioridad” (Roberto alude a la alteridad “nosotros”- “ellos”), sino que produjeron, en términos foucaultianos, anormalidades: “histeria” y “erotomanía” son los diagnósticos empleados. Ni si quiera permitieron el acceso a los elementos que construyen la categoría hegemónica y estereotipada de “mujer”: belleza, sexualidad, maternidad, entre otras. El cuerpo de Karina es leído bajo una episteme biomédica.

En tercer lugar, la respuesta de Marcelo, el chofer que insultó a Karina, conlleva más violentamente la no reconocibilidad como mujer. El canon estético patriarcal se suma a la episteme biomédica señalada, situando una connotación degradante ante la reapropiación que hace Karina de su condición genérica. Por medio de la sujeción de la identidad de las mujeres a sus cuerpos (belleza y sexualidad), los valores patriarcales justifican la inferioridad de Karina, e incluso, su no-humanidad: “cara de animal”.

Siguiendo a Mary Douglas (1966), se pude pensar en la idea de que nuestras sociedades están surcadas por un dualismo cartesiano y patriarcal que establece una disociación entre cuerpo y mente. Desde esta episteme, la mente resulta superior, de allí que ha sido asociada a la masculinidad y a la normalidad. El cuerpo, por otro lado, ha sido considerado inferior, relacionándolo a la femineidad y a la disfuncionalidad: menstruación, maternidad, confluyendo aquí también, las discapacidades. Cabe agregar, que estas últimas, en especial, se desvían no solo del ideal de pureza mental, sino también de los ideales estéticos aceptados socialmente. En consecuencia, se desvían de una norma que sitúa a ciertos cuerpos dentro de categorías puestas en lo no-humano, en lo excluido de la humanidad. Efectivamente, cabe pensar que en la respuesta de Marcelo subyace la norma de lo humano, pues se niega que Karina posea una cara humana de mujer, la que es reemplazada por una figura animal, sometida por un entramado de poder. Estas lentes de inteligibilidad efectúan la oposición humanos-no humanos.

Tras esta separación de lo humano hay, como plantea Rubin (1989), un sistema sexual dominante cuya ideología define valores que regulan conductas. Así, habría una sexualidad buena, normal y sana y, en oposición, una sexualidad mala, anormal y antinatural. En la primera cabe la heterosexualidad, el matrimonio, el vínculo entre miembros de la misma generación o atravesados por la mayoría de edad y el consentimiento, con cuerpos leídos por nuestra sociedad como normales, entre otras atribuciones. En la segunda, se halla la homosexualidad, la masturbación, como así también, el encuentro con cuerpos rotulados como “disfuncionales”, entre otras. Dicho sistema sexual le brinda un marco moral a los actos sexuales, pues sitúa un lado bueno y otro malo. Por ejemplo, los encuentros sexuales pueden ser sublimes o desagradables, incluso entre personas que ocupan roles y funciones distintas al interior de instituciones. Sin embargo, mientras no viole reglas de consentimiento, mayoría de edad y corporalidad funcional, el acto no es significado de modo problemático. Por el contrario, los actos sexuales clasificados como “malos” son vistos como repulsivos. Pese al consentimiento y la mayoría de edad, cuanto más lejos esté el acto de lo que se considera un cuerpo normal, más indeseable se torna.

En definitiva, superar estas injusticias a un nivel sistémico no es fácil. Implica desgarrar la episteme que se centra en la “falta”, deconstruyendo la discapacidad más allá del habitus profesional y el saber del sentido común biomédico, adultocéntrico, capacitista y patriarcal. Los cuales se combinan al dispositivo de sexualidad dominante, cuyo núcleo ideológico prohíbe y abyecta de la deseabilidad la variedad erótico-afectivo-sexual.

Consideraciones finales

Como se señaló, existen demarcaciones, no solo espaciales, sino que afectivas, eróticas, reproductivas y sexuales. Por lo que, como indica Ingold (2012), aunque no haya una naturaleza humana universal y sí múltiples formas humanas, la norma que gobierna y demarca la convivencia en el interior del Centro de Día prescribe un solo tipo de deseabilidad de acuerdo al formato corporal. De ahí que cuando una transgresión sucede, la comunidad normativa que sostiene una distribución diferencial de la sexualidad puede reaccionar con severidad. Incluso, convirtiendo una reunión profesional en un sitio en el que se planifican ejercicios orientados a “corregir los desvíos”.

La condición de género (mujer) y diagnóstica (retraso mental) de Karina la situaban bajo un doble tutelaje. Desde allí es que se justificó un hacer profesional, que patologizándola, procuraba frenar los marcos de inteligibilidad que proponen el reconocimiento de Karina como mujer.

Cada encuentro con alguien considerado normal no solo visibilizaba la incomodidad de sentirse deseado por alguien biomédicamente certificado anormal, sino que incluía un ejercicio performativo. Karina, una y otra vez, buscaba ser atractiva frente a una comunidad normativa que había interiorizado una estratificada distribución de la deseabilidad. Vemos que en la repetición de su búsqueda por ser reconocida como deseante y deseable no solo se podía reproducir, e incluso fortalecer, la norma separatista, sino que se la podía hacer fracasar, revelando que el deseo y la aversión no son naturales, sino sociales, susceptibles de cambio.

Finalmente, como conclusión general, vemos que la distribución diferencial de la belleza y la abyección erótico/afectiva/sexual son constituyentes de la actual producción social de la discapacidad intelectual.